viernes, 5 de junio de 2009

Se confundieron y dispersaron las lenguas.


LO DE BABEL ERA UNA MALDICIÓN[1] 

Jorge Luis Ortiz Delgado 

Es difícil tener una opinión encontrada con la de Pepi Patrón. Los argumentos y la practicidad con que son expuestos distintos temas, generalmente de coyuntura nacional, abordados en su columna semanal o en conferencias universitarias relucen, precisamente, por la falta de opacidad que sus llamados éticos contra la exclusión y, en consecuencia, la desigualdad transmiten persistentemente. 

Por otra parte, en el mar democrático de ideas el concepto básico y necesario del disenso me plantea una discusión cuando descubro en uno de sus recientes artículos[2] algo que, en voz de sociólogos o antropólogos, se ha vuelto casi canto tratadista de  autoridad cultural: la defensa de la identidad cultural. No se trata de un artículo sobre el multiculturalismo o la diversidad, en principio, sino sobre los escollos que la desigualdad económica originada por la histórica podredura política de un país como el Perú han debido sortear cientos de comunidades nativas o rurales para acceder a servicios fundamentales como la educación. Observaciones irrefutables, por supuesto. 

Sin embargo, no deja de ser curioso un desasosiego que la columnista expresa en la descripción de un caso que denota, eso sí, una dificultad en el proceso de interculturalidad o integración. En vista de las actitudes discriminatorias que persisten, dice Patrón, (una estudiante universitaria quechuahablante) contaba sus dificultades cuando, siendo niña, su madre quechuahablante la castigaba si hablaba en quechua (¡su propia lengua materna!), pues sin duda, continúa la columnista, con la mejor intención del mundo le decía a su hija que si seguía hablando quechua tendría un mal español y eso sólo redundaría en su fracaso escolar y en la imposibilidad de seguir estudiando. Luego de invocar a la imaginación del lector sobre el sufrimiento que este proceso de adaptación pudo haber producido en casos como el de esta estudiante, Pepi Patrón llega casi al final de su opinión diciendo que ahora y a costa de grandes esfuerzos (estudiantes como ésta) luchan por afirmar orgullosamente su propia identidad cultural. 

Sucede, para empezar, que nadie que se sienta involucrado en el pacto social de la convivencia podría ratificar la imposición con métodos violentos (con castigos físicos, amenazas o agresiones psicológicas) de algunas voluntades sobre otras. Esa es la idea de convivir en una democracia inagotable en conflictos: gestionarlos con pacifismo. Una madre augurando a su hija un porvenir estropeado por el uso de una lengua (su lengua materna) raya más con el desatino y la falta de pulso maternal que con el autoritarismo familiar. Además, la misma autora de la nota afirma que esta advertencia, tal y como ha sido contada, entrañaba la mejor de las intenciones. En ese contexto, no hay lugar para la duda. Ahora bien, tal vez ese proceso de adaptación a una vida universitaria o a una actividad profesional ulterior conlleve a que la propia lengua materna se vaya diluyendo en el túnel del tiempo de cada historia personal como la del ejemplo, hasta convertirse en cristalino recuerdo de la infancia y sin mayor utilidad que el que la nostalgia le pudiera dar. 

Por eso, convencerse que, entre otros aspectos, el orgullo de la afirmación sobre la propia identidad cultural pasa por la conservación de algunas lenguas minoritarias como señal de defensa de la riqueza cultural de un país, sí me parece un despropósito.  Porque manipular el tema de la diversidad cultural como análogo a la preservación de la biodiversidad vuelve el asunto además de incompatible algo malicioso. La existencia de esta biodiversidad (la que reúne la naturaleza entre especies animales o vegetales) implica reconocer la presencia de colonias, nuevamente animales o vegetales, destructivas para subsistir. Algo que entre humanos, a pesar de los actos inhumanos que se ven casi a diario en los noticieros, no consentimos como expresión de nuestra riqueza cultural. Y es que la mencionada riqueza no está definida por nuestra diversidad, es decir, no por ser saharauis del desierto, angloparlantes, indios mapuches o nativos de alguna comunidad siberiana, sino por las prácticas que como unidades morales que somos hemos aceptado seguir. Por tanto, la existencia de lenguas dispersas en la selva, rodeando la cordillera u ocultas detrás de algunas palmeras mediterráneas es sólo eso, una entre tantas otras características de las sociedades humanas, tendientes, en incontables casos, a mutar de acuerdo a la progresión de cierta uniformidad alentada, ahora más que nunca, por la globalización. 

A propósito, palabras como la que termina el párrafo precedente han ocasionado alarmas y advertencias apocalípticas, sobre todo en asociaciones indígenas (bastante occidentalizadas, claro está), ya que ven a la vuelta de la esquina la amenaza de la masificación homogeneizadora planetaria. Ante ello, han procurado, y desde distintos flancos, tomar las medidas necesarias de conservación cultural. Pero lo que no se ha llegado a comprender es que las sociedades actuales más amplias, fruto de decenas de culturas anteriores, no son sólo más homogéneas, sino más complejas, más ricas en roles, estatus y contextos de elección para sus habitantes[3]. Por eso, es que las democracias son más conflictivas, porque éstas han sustituido a los sistemas teocráticos, inflexibles y sin opciones para la incredulidad o la herejía. 

En efecto, la diferencia cultural no sólo evoluciona desde la diversidad hacia la homogeneidad, sino, como está visto, desde la simplicidad hacia la complejidad. Desde que esas diversidades entraron en contacto hace miles de años la cantidad de lenguas habladas sobre el orbe se han ido reduciendo sustancialmente[4]. No hay que descartar la visión romántica, tanto como movimiento intelectual como propaganda mediática, que reivindica la necesidad de la diferencia y la activación de mecanismos artificiales para su preservación. Me pregunto, ¿cuál es el bien social de difundir y preservar lenguas minoritarias y casi extinguidas?, ¿cuál es el sentido de preservar el castigo por levantar, desafiantes, la torre de Babel?, ¿perdemos nuestra riqueza cultural o parte de ella al volver impracticable una lengua? Sí responderán algunos, porque con la desaparición de una lengua se va también una concepción del mundo, añadirán. Como si al estudiar la historia no nos hubiéramos topado con el testimonio de insignes pensadores de tiempos remotos para conocer dichas concepciones. 

Si las diferencias fueran un bien en sí, antes que reconocer su capacidad para transformarse, habría que aceptar las culturas tan cual son. Pero ésta es una quimera. No habría que aceptar nada porque son ellas mismas las que trascienden (prefiero, por eso, hablar de identidades culturales que de identidad unívoca e inmutable), amputándose algo, complementándose con otras, o simplemente retocándose. Otra vez, su valor no es el de su existencia per se, sino el de que valgan a la persona o comunidad que las utiliza. 

De ahí el cuestionamiento al tono lastimero que derrocha Pepi Patrón al comentar el sufrimiento con que miles de estudiantes, quechuahablantes en este caso, enfrentan su integración al mundo cruel de la mayoría lingüística, abandonando resignadamente el uso de su lengua materna. Aunque este fenómeno de integración cultural parezca el aciago destino de una era en la que todos nos dirigimos hacia la uniformidad, olvidamos que empujados por las exigencias de la modernidad (de innegable competitividad creciente), y lo que viene después de ella, hemos sido y seremos capaces de someter a crítica nuestros rasgos culturales, los hemos modificado y seguiremos haciéndolo, y rechazaremos, con mucha esperanza, –como así ha sido– lo que nos queda aún de bárbaros. La diversidad, como mera existencia, ha servido, en todo caso, para comprobar que podemos convertirnos en seres que buscan, pertinazmente, circunstancias favorables para nuestro desarrollo. Muestra de esto son los encomiables esfuerzos que jóvenes universitarios como éstos despliegan para acceder a una educación de mejor calidad que la que les hubiera deparado una en la precariedad de oportunidades que les ofrecía su lengua. Esto no contradice el espíritu de denuncia del citado artículo respecto de la displicencia estatal en sectores menos favorecidos como en los Andes peruanos. 

No se trata de añorar o codiciar una lengua común para toda la humanidad (sería estupendo que a ninguno nos faltaran palabras elocuentes ante ningún semejante en ninguna parte del mundo, dice Savater[5]), sino de no padecer consecuencias dolorosas y excluyentes que nos alejen tanto del conocimiento como de la misma interacción cotidiana por hablar una que nos ofrece más desventajas sociales que razones de vanidad cultural.

 

Arequipa, 05 de junio de 2009 


[1] El título se desprende de una frase de David Urquiza publicada en El País el 02 de enero de 2009, Madrid, en el artículo La insoportable levedad del txistu. El texto reza: (…) Lo de Babel era una maldición, pero ahora priorizamos segundas lenguas regionales creyéndolas más “propias” cuanto más características, minoritarias, excluyentes. (…)

[2] Patrón, Pepi. Cuestión de oportunidades. Revista Domingo del diario La República, 24 de mayo de 2009, Lima. Pág 13.

[3] Ruiz Soroa, José María. Diversidad cultural y Democracia liberal. Claves de Razón Práctica. N°152.  Madrid. Pág 41.

[4] Hace 10.000 años se hablaban en la tierra unas 12.000 lenguas, hoy quedan menos de 6.000 y siguen desapareciendo muchas con mayor rapidez. Ibídem. Pág 41.

[5] Savater, Fernando. Lamento por Babel. El País. 26 de mayo de 2009. Madrid. 

* Imagen extraída de http://philosophy.wlu.edu/gregoryp/images/Torre_de_Babel2.jpg

lunes, 1 de junio de 2009

No estarás sola


Una oda a la lealtad, un pacto de perseverancia y un canto se abre en medio de la turbulencia. 
De Ismael Serrano...

No estarás sola,

vendrán a buscarte batallones de soldados

que a tu guerrilla de paz se han enrolado.

Y yo en primera fila de combate

abriendo trincheras

para protegernos, mi guerrillera.

 

No estarás sola,

te saludarán a tu paso en mil idiomas, con mil lenguajes,

la gente a la que despertaste en cada viaje,

los que dormían en las calles,

a los que preguntaste,

por su esperanza, por su desastre.

 

No habrá distancias

que no cubra cualquier hombre que te busque.

No habrá rincón en que tu nombre no se pronuncie.

No habrá misterio o duda en que tu presencia no luzca,

faro solidario en ausencia de paz,

en tiempos difíciles Estrella Polar.

 

Sola nunca, nunca estarás.

 

No estarás sola,

siempre habrá quien se parta en dos en cada despedida,

quien te de aliento cuando te des por vencida.

Tu revolución llenará sonrisas,

yo la incorporé a mis aperos

de trabajo, a mi vida.

 

Clava hoy tus raíces en mí.

Quién pudiera retenerte en Madrid.

Visitaremos lugares a los que hemos

ido antes juntos,

antes de conocerte,

antes de encontrarte.

 

No estarás sola,

siempre habrá quien te ayude a hacer las mudanzas,

quien te regale manos flores presencias sin pedir nada.

Y allí estaré para amarte,

y aunque no esté,

allí estaré para amarte.

 

No estarás sola.

No, no estarás sola.

No estarás sola. 

viernes, 29 de mayo de 2009

Mira este Fotorreportaje: http://www.clarin.com/fotorreportajes/mateos-haiti.html

Recomiendo ver el fotorreportaje que hace Pepe Mateos. El color y la miseria en Haití no pudieron estar mejor retratados que en estas imágenes como la que encabeza este artículo. 

HAITÍ EN EL BRASERO 

Jorge Luis Ortiz Delgado 

El ex presidente de los Estados Unidos de Norteamérica Bill Clinton ha sido designado por la ONU como el nuevo enviado de la organización para apoyar en Haití los esfuerzos por reunir inversiones privadas y estatales hacia el débil estado caribeño, el más pobre de la región, uno de los de mayor incidencia de corrupción[1]y, gracias a la proliferación de bandas delictivas que atestan sus calles (nacidas muchas de ellas bajo el calor de la protección estatal), uno de los más violentos del hemisferio occidental. 

Ban Ki-moon, secretario general de la ONU, ha dicho que esta designación está orientada a tener como prioridad la atención a las serias dificultades que arrastra en medio del caos político y económico, ya casi como destino fatal, la segunda República de América (la primera fue EE.UU). El sello de la desestabilización y ese lastre colonial muy afín a los gobiernos dictatoriales llamado autoritarismo han convertido a Haití en el rostro social de la turbulencia. Los constantes golpes de estado y la utilización de la violencia política en el país, desde su creación en 1804, han servido para que sus gobernantes crearan o modificaran más de una veintena de constituciones a su antojo y se sucedieran 50 jefes de estado, la mayoría de ellos, como era de esperarse, militares o apoyados por la armada haitiana. 

En marzo de este año, Clinton y Ban Ki-moon habían visitado dicho país acompañados de una delegación de empresarios para estudiar posibles caminos de recuperación económica. Aunque, luego de esa visita, se difundió el optimismo del ex presidente y del secretario general sobre el futuro de Haití, existen expectativas menos alentadoras para pensar lo contrario. Para empezar, Clinton ya había dirigido su apoyo militar al país cuando en 1994 envió a Puerto Príncipe tropas estadounidenses que, junto a otras fuerzas militares enviadas por la comunidad internacional, permitieron el retorno del exiliado presidente Jean-Bertrand Aristide, derrocado al poco tiempo de haber sido elegido. Sin embargo, el panorama, quince años después, sigue siendo sombrío a pesar de que las repercusiones de su tragedia local no representen amenaza alguna –fuera de sus fronteras– para la paz y seguridad internacional. 

Territorios de riesgo como Haití han debido tolerar varias intervenciones internacionales dentro del marco de las misiones de las Naciones Unidas. Bosnia, Ruanda y Kosovo son algunos de estos casos que junto a Haití representan la exigencia de la intervención cuando el esquema de poder existente reposa sobre la anarquía. El concepto de soberanía, etiqueta de la que trastornados nacionalistas se sujetan para justificar violaciones a la propiedad privada o restricciones a libertades como la de prensa, ha evolucionado para que en materia de intervenciones éstas no sólo se apliquen cuando se vulneran los derechos y las obligaciones de los Estados sino, también, cuando los individuos y la promoción de sus derechos fundamentales sean el epicentro de las tropelías. Por eso, la soberanía de los estados no es absoluta sino es un conjunto de atributos que pueden dejarse de lado cuando los derechos humanos esenciales son conculcados[2]

A propósito de la situación deleznable de prácticamente la totalidad de sus instituciones conviene decir que la tipología establecida para esta clase de contextos es la de estado fallido o estado de facto debido a la presencia de sistemas políticos que formalmente podrían conformar un estado pero que, en la praxis, no consiguen desarrollar estándares de normalidad sobre sus funciones principales como arrogarse el monopolio de la fuerza y la seguridad, en condiciones de conflicto interno con mínimas treguas y con la tendencia a utilizar la violencia estatal para el cumplimento de sus decisiones. 

No cabe duda que el polvorín propicio para el incendio de la pradera haitiana es la atroz realidad del país. Haití se ubica en el puesto 157 en el ranking de desarrollo humano elaborado por la ONU debido a la pobreza extrema que sufre el 70% de su población (calculada en 8.5 millones de habitantes). Su crecimiento demográfico es descontrolado y una crisis alimentaria se avecina. Su índice de analfabetismo es elevado. La falta de acceso a la salud, además de la presencia devastadora del SIDA y otras enfermedades infecciosas, sin hacer hincapié en sus altos niveles de deforestación, colocan al país en la lista de los más flagelados por la miseria. A pesar de estas duras circunstancias, la que más preocupación ha generado tanto para las atemorizadas autoridades locales como para los encargados de aliviar desde afuera estas calamidades es la violencia instalada en la vida cotidiana de los haitianos. 

La corrupción de la policía haitiana, su insuficiente equipamiento, los grados de politización existentes y las ejecuciones extrajudiciales han socavado moralmente, quizá, la única institución local que podría frenar el avance de la delincuencia callejera. Única porque sus fuerzas armadas se encuentran mermadas desde que se inició su proceso de disolución resuelto por el ex presidente Aristide para evitar posibles conspiraciones dirigidas a concretar golpes de estado. 5.482 soldados de las fuerzas armadas fueron desmovilizados desde 1995, soldados que luego de ser dados de baja nunca entregaron sus armas[3], lo que significó un incremento de la violencia organizada. Las disputas entre las elites políticas y económicas del país han atizado las tensiones sociales por lo que en Haití, a través de un marco legal permisivo[4], se han dispersado más de 170.000 armas personales en manos de civiles.  

Secuestros, narcotráfico, asesinatos políticos, robos y tráfico de armas son las manifestaciones más elocuentes de la hostilidad con que se vive a diario a pesar de los esfuerzos que las misiones multilaterales han llevado a cabo para la construcción del estado e imposición de la paz. Lamentablemente, estas intervenciones no siempre conllevan la garantía de que sea posible la gestión política[5], asumiendo a su vez que las enormes carencias económicas[6] dificultan todo proceso de reforma necesario para proveer un orden político.

Recientemente, un estudio sobre las razones del conflicto interminable que remueve las esperanzas de tranquilidad de la sociedad haitiana realizado por Gastón Ain Bilbao[7], ex asesor político de la Misión de la OEA para reforzar la democracia en Haití, señala dos elementos que aportan a las explicaciones de la tensión registrada allí hasta la fecha. El primero tiene que ver con el legado colonial (Haití estuvo bajo el dominio colonial francés) y las características que éste todavía imprime en la actualidad: la tradición autoritaria muy arraigada en la política haitiana que ha logrado segmentar a la sociedad y, proveniente de ésta, la conformación de estructuras verticales para impedir –por miedo a la libre interacción de los agentes económicos la dispersión de la riqueza. El autor explica que era necesario, aún a pesar de la abolición de la esclavitud, que los dueños de tierras productoras de azúcar, café y tabaco mantuvieran un régimen de hierro sobre los esclavos para preservar un sistema de subsistencia personal sin que interfirieran los intereses exportadores del Estado. Aquí se esclarece la consolidación de las elites económicas, formadas por clanes familiares, que monopolizan el insuficiente comercio de materias primas y ciertas manufacturas. 

El segundo tiene que ver con descubrir quiénes son los beneficiados con el statu quo reinante en Haití durante décadas. Ain Bilbao compara con sapiencia la realidad haitiana, y concretamente su Estado, con la fisonomía y modus operandi de los estados postcoloniales africanos: semejanzas en la separación ilusoria de los poderes con subordinación del legislativo y el judicial al ejecutivo, rasgos unipersonales del poder, clientelismo, enriquecimiento de las elites a través de la estructura del estado y una presencia fuerte y preponderante de las fuerzas armadas. Señales todavía no muy lejanas de lo que significó la configuración latinoamericana en tiempos de dictaduras de derecha e izquierda. Dada esta descripción, los principales interesados en mantener este medio de ingobernabilidad son aquellos quienes ajenos a todo orden jurídico requieren de la impunidad para continuar con sus prácticas ilícitas, volviéndose el estado ineficiente porque nunca será de interés de estos grupos de poder, sobre todo económico y respaldados por organizaciones paramilitares, la consolidación de un aparato estatal[8]. Como bien lo sintetiza el autor, la utilidad del estado es mayor cuando éste está menos institucionalizado. 

La supervivencia en Haití depende de lo que se puede salvar de los escombros cuando la resaca de la guerra interna y las catástrofes naturales arremeten contra sus habitantes. La existencia se ha convertido en un persistente operativo militar. Hace más de doscientos años los haitianos ganaron una lucha de independencia –como próximamente lo irá celebrando Latinoamérica–. Hoy, esa porción de tierra caribeña está atada a la dependencia de la caridad internacional. Que esta crisis sirva a los haitianos para emerger de la tragedia, porque es en ausencia de los derechos que garantiza un estado democrático cuando sale a la luz la importancia de la institucionalidad para la paz y el bienestar de todos quienes ansían, en algún momento de sus vidas, innegociable libertad. 


Arequipa, 28 de mayo de 2009. 



[1] El Índice de Percepción de la Corrupción elaborado por Transparency International ubica a Haití en el número 177 sobre 179 países. 

[2] Ain Bilbao, Gastón. Intervención Internacional. Haití: receta repetida, fracaso anticipado. Revista de Relaciones Internacionales. Pág. 10-11, núm. 10, febrero de 2009, GERI – UAM.

[3] Muggar, R. Securing Haiti’s Transition, en Occasional Papers, Small Arms Survey, número 14, Graduate Institute of International Studies, Ginebra, 2005, op.cit.,p.14.

[4] La tenencia de armas en Haití está prevista en su Constitución, previo registro de las mismas en un catastro que posee la policía nacional.  A finales de 2006 había 17.000 armas registradas.

[5] Vilanova i Trías, Pere. ¿Estados de facto versus fallidos o frágiles? Revista de Estudios Internacionales, núm.10, febrero de 2009, GERI – UAM.

[6] Haití es un país que sólo recauda un tercio de lo que gasta.

[7] Ain Bilbao, Gastón. Intervención Internacional. Haití: receta repetida, fracaso anticipado. Revista de Relaciones Internacionales. núm. 10, febrero de 2009, GERI – UAM.

[8] Ibídem, p. 23.

jueves, 26 de marzo de 2009

La muchacha rebelde de la historia


Eres la muchacha rebelde de la historia. La que imprime un sello de impaciente ingenio ante la adversidad. Estas palabras me las inspira la eurodiputada danesa Hanne Dahl quien ha logrado compaginar su trabajo en el Parlamento Europeo en Estrasburgo con su papel como madre para asistir a la sesión de votación celebrada hoy con su bebé, según lo cuenta la página del diario El País.

jueves, 12 de marzo de 2009

Ese puerto existe


Los rostros de algunas mujeres aparecieron durante estas últimas semanas como señales de victoria, avisos de sueños no postergados; rostros delineados con la pluma con que se firman los tratados de coraje. Allí estaban Claudia Llosa, Magali Solier y Kina Malpartida. Hoy, un rostro se ha escapado de esa página donde se cuentan las proezas cual verso desbocado en busca de cierta y escurridiza inmortalidad (la madre de todas las heroicidades). Y lo logró. Gracias Blanca Varela, porque, es cierto, ese puerto existe.

domingo, 10 de febrero de 2008

El susurro de alguien inesperado...


SUSURROS URBANOS

Jorge Luis Ortiz Delgado

La sensación de expectativa que despierta la obra de Alonso Cueto en sus novelas es la misma que despierta un día inesperado de trabajo, de sorpresivo despido o inexpresable suspiro de ascenso. Es la misma que despierta una inusual tarde de paseo, con un encuentro desproporcionado a mitad de camino o una banca en medio de alguna plaza trayendo consigo un río turbulento de recuerdos. Las historias de Alonso Cueto contienen el mismo suspenso esparcido en la vida diaria cuando las visitas inopinadas, esas que no deseamos, transforman toda la tranquilidad de la rutina en un caldero de agitados pensamientos. Así de urbanas son estas conmociones, así de cercanas son estas historias que Alonso Cueto escoge para pintar con colores intimistas el paisaje citadino de sus exasperados personajes, todos ellos convertidos en brotes de hartazgo, atrapados en la subyugante naturaleza del trajín, esperando –en un angustiante silencio– un pretexto, cualquiera, como sonido de disparo, para cambiarlo todo de una vez, para ser otros, para nadar contra la absurda corriente de la mansedumbre.

El susurro de la mujer ballena (Planeta, 2007) es una de estas historias. El encuentro inesperado, la rutina caducada, las respuestas preparadas, las preguntas cambiadas, la obsesión revelada, los miedos enfrentados...la mujer ballena susurrando sobre la cabeza recostada de Verónica (el retrato final de la novela), la imagen de una madona acunando a su hija luego de temer y redimirse, sin remedio, una en la otra. La conexión entre los avergonzados recuerdos de adolescencia, la abrupta llegada de una presencia calcinante como la de Rebeca, y los azorados episodios venideros que desencadenan una inquietud constante en la mente de Verónica son suficientes para despertar en el lector una justificable intriga por un entramado de hechos inusuales en medio de una común y acostumbrada fotografía de vida cotidiana: Un matrimonio estable a la luz pública, un hijo tierno y afable, un padre estampado contra las insatisfacciones pasionales de su esposa, y ella, Verónica, abonando su fuego fértil y enmascarado en los brazos de su amante. Y de repente, Rebeca, la antigua compañera de colegio, meciendo en cada pliegue de su gordura años de resentimiento hacia una época que la sumió en una soledad imprevista, sentenciada a una amargura que coloca a Verónica, escultural, elegante y exitosa, en el blanco de su hostigamiento.

En la novela se desliza una corriente de meditaciones que desnuda la conciencia de las antiguas compañeras de promoción por lo que la historia además de relatar con fluidez y de manera sustancialmente lineal los hechos que se van sucediendo desde que ambas se reencuentran, en apariencia, por causalidad en un vuelo de avión luego de un viaje en donde todos, según las palabras escritas por Verónica en una libreta en pleno viaje, somos seres transitorios, se prescriben ideas para defenderse de posibles culpas que la historia de una amistad rara, secreta y accidentada les ha conferido. Ideas que cada una de ellas va preparando en el seno de sus miedos para no poner en duda el germen de sus sentimientos hacia la otra. Los iniciales desagrado y enojo de Verónica hacia Rebeca convertidos, luego, en una afectiva compasión en el desenlace de esta imperturbable narración; y las intensas envidia y rabia de Rebeca hacia Verónica, a pesar de su notable comodidad económica, transfiguradas en el reconocimiento posterior de un tormento inútil que la ha llevado, durante mucho tiempo, a calcular con denuedo maneras incontables de perseguir un vacío intento por descargar una venganza tardía.

Las cartas, actualizadas en un tiempo de correos electrónicos, escritas entre una y otra, manifiestan lo que debe decirse cuando la presencia física impide u omite al estar cerca del otro. Una página en blanco, siempre está dispuesta a recibir lo que la voz tiende a prescindir. La sinceridad del perdón y hasta la crudeza del arrepentimiento están registradas en esos mensajes que tratan de darle tregua a su irascible relación.

Alonso Cueto es un escritor de brillo contemporáneo. Su actividad literaria confundida entre la docencia y su prolífica producción narrativa le ha granjeado, últimamente, grandes y merecidas satisfacciones de sus lectores, quienes acuden a su obra para acercarse a esas historias de espejo, marcadas por una penetrante similitud a los acontecimientos urbanos de las que todos formamos parte, en sus lados más oscuros: cuando se habla a media voz, cuando se transgreden las normas pacíficas y paralizantes de la convivencia civilizada o cuando se impone la apariencia o la falsa postura en un clima de prejuicios y se opta, a veces sin mucho escándalo, por la subrepticia escabrosidad. Ya su prestigio y talento han dado un paso importante para un mayor reconocimiento. La ciudad es para Alonso, lo que los espejos eran para Borges, la vejez para Sábato y el caserío para García Márquez, una presencia constante, un fetiche inesquivo. Sin embargo, sus historias se van abriendo paso por encima de ese cielo gris de Lima, otra persistencia melancólica de sus novelas, y el embeleso que animan sus enredos alcanza para mostrarnos lo aplastante que puede llegar a ser la enormidad de los susurros citadinos, callejeros.


Arequipa, 10 de febrero de 2008

jueves, 10 de enero de 2008

"Porque leerlo es una fiesta..."


TIERNO E INCISIVO

Jorge Luis Ortiz Delgado

Escrita en 1926, Fiesta de Ernest Hemingway es la inobjetable razón del placer literario por lo lacónico en la narrativa. No hay lirismo en sus descripciones. La novela se despliega sobre una sábana de hechos en donde el lector puede soñar complejas aventuras bajo el calor de simples palabras. Mario Vargas Llosa dijo alguna vez que la novela resulta siempre de una experiencia sedimentada y profunda de la vida, una experiencia que se adquiere viviendo y sobre todo, leyendo; pues el testimonio que da Hemingway en esta novela -de la vivencia convertida en ilusión- refleja una de las mayores virtudes que un hombre lanzado a los desafíos y al riesgo constante puede crear al trasponer los límites de sus propios recuerdos para comunicar con inmensa credulidad historias que sugieren deseos feroces por vivir destempladamente la vida. Por eso sus personajes conceden siempre la sospecha de revivir en cada uno de sus vicios y cualidades los anhelos de un escritor resuelto, decidido, para lo que significó un Hemingway inquieto e inagotable como lo conocemos.

Hemingway recibió la noticia de la concesión del Premio Nobel de Literatura en el mismo lugar que sirvió de ambiente para narrar los sucesos centrales de su novela: Pamplona; centro de las corridas de toros y faenas de muerte, donde un grupo de jóvenes habituados a las charlas en cafés parisinos decide trasladarse a España para presenciar festines diferentes, quizá más primitivos pero menos sombríos que los de Francia de la posguerra. Un periodista norteamericano herido de guerra y con disfunciones sexuales, un novelista inseguro y sentimental, una bella, oportunista y por momentos juiciosa joven, un arruinado escocés resignado al consuelo del alcohol, un escritor irónico y amigable y, durante buena parte de la historia, un torero gallardo, joven y valiente vienen trazando –a lo largo de la historia– vínculos de amistad y desafección que convierten aquel viaje en el gatillo que dispara contra la imagen parcial que cada uno tiene de sus impotencias y soledades disfrazadas de logros espurios y dolorosas expectativas.

Existe en las obras de Hemingway una conmovedora y denunciante evocación de los sucesos que dejaron los mortales episodios de las dos Guerras Mundiales, además de su participación en la Guerra Civil española que puso en vilo su propia vida. De estos hechos y del desencanto de las causas libradas en sangrientos conflictos la novela Adiós a las armas puede dar cuenta, con grandiosa consistencia, su prosa directa, enriquecida de acontecimientos puros y emociones habitadas de personajes. El idilio entre un encargado de ambulancia norteamericano y una enfermera inglesa en medio de la I Guerra Mundial es el centro sobre el que Hemingway desborda todo su talento para escribir sobre absurdos optimismos frente a fuerzas que dictan con total injusticia los destinos de las personas cuando órdenes superiores como la patria, el ejército y los evanescentes e imprecisos honores ponen al hombre como carne de cañón de sus veleidosos principios.

Confieso que luego de la lectura que hice de El viejo y el mar hace poco más de cinco años pareció bastarme para comprender la admiración que el estilo literario de este gran escritor podía generar, que tal vez, en mi desconocimiento, ninguna otra obra suya podría igualar, y, que guiado por una arbitraria antología de célebres escritores y otros académicos que colocaba a esta novela como la más encumbrada de Hemingway, habían argumentos suficientes para desatender el resto de su obra. Pero he descubierto que la maravilla del relato no se ha detenido con El viejo y el mar, que los impulsos feroces por contar historias y narrar todo tipo de acontecimiento (porque cualquier tema es materia prima para la Literatura) después de leer alguna novela de Hemingway es inacabable, indescriptible, es una invitación súbita para conversar con el lector a través de páginas nutridas con diálogos caseros, sentimentales y hasta plañideros dentro de ambientes de tensión constante e impredecibles.

El amor nace o termina en tiempos de guerra, la esperanza se esfuma sin distinciones de tregua. Es aquella situación lastimera que llega con el silencio de los escombros la que predomina en el sentir de cada protagonista de sus historias. Ese desengañado intento por reconstruir sus vidas personales luego de la debacle. La falta de libertad, la necedad sobre las consecuencias previsibles, el error humano cabalgando sobre los rezagos de la fe (una fe desde y sobre lo humano), todo acentuando la ironía vital y artística que Ernest Hemingway todavía me tiene que mostrar. Porque leerlo es una fiesta (aunque todavía me falte París era una fiesta), porque leer es una forma de amar insobornablemente, porque escribiéndome, la manera de removerme los sentidos, de quererme bien. Y Hemingway escribe para mí, tierno e incisivo.


Arequipa, 05 de enero de 2008