domingo, 10 de febrero de 2008

El susurro de alguien inesperado...


SUSURROS URBANOS

Jorge Luis Ortiz Delgado

La sensación de expectativa que despierta la obra de Alonso Cueto en sus novelas es la misma que despierta un día inesperado de trabajo, de sorpresivo despido o inexpresable suspiro de ascenso. Es la misma que despierta una inusual tarde de paseo, con un encuentro desproporcionado a mitad de camino o una banca en medio de alguna plaza trayendo consigo un río turbulento de recuerdos. Las historias de Alonso Cueto contienen el mismo suspenso esparcido en la vida diaria cuando las visitas inopinadas, esas que no deseamos, transforman toda la tranquilidad de la rutina en un caldero de agitados pensamientos. Así de urbanas son estas conmociones, así de cercanas son estas historias que Alonso Cueto escoge para pintar con colores intimistas el paisaje citadino de sus exasperados personajes, todos ellos convertidos en brotes de hartazgo, atrapados en la subyugante naturaleza del trajín, esperando –en un angustiante silencio– un pretexto, cualquiera, como sonido de disparo, para cambiarlo todo de una vez, para ser otros, para nadar contra la absurda corriente de la mansedumbre.

El susurro de la mujer ballena (Planeta, 2007) es una de estas historias. El encuentro inesperado, la rutina caducada, las respuestas preparadas, las preguntas cambiadas, la obsesión revelada, los miedos enfrentados...la mujer ballena susurrando sobre la cabeza recostada de Verónica (el retrato final de la novela), la imagen de una madona acunando a su hija luego de temer y redimirse, sin remedio, una en la otra. La conexión entre los avergonzados recuerdos de adolescencia, la abrupta llegada de una presencia calcinante como la de Rebeca, y los azorados episodios venideros que desencadenan una inquietud constante en la mente de Verónica son suficientes para despertar en el lector una justificable intriga por un entramado de hechos inusuales en medio de una común y acostumbrada fotografía de vida cotidiana: Un matrimonio estable a la luz pública, un hijo tierno y afable, un padre estampado contra las insatisfacciones pasionales de su esposa, y ella, Verónica, abonando su fuego fértil y enmascarado en los brazos de su amante. Y de repente, Rebeca, la antigua compañera de colegio, meciendo en cada pliegue de su gordura años de resentimiento hacia una época que la sumió en una soledad imprevista, sentenciada a una amargura que coloca a Verónica, escultural, elegante y exitosa, en el blanco de su hostigamiento.

En la novela se desliza una corriente de meditaciones que desnuda la conciencia de las antiguas compañeras de promoción por lo que la historia además de relatar con fluidez y de manera sustancialmente lineal los hechos que se van sucediendo desde que ambas se reencuentran, en apariencia, por causalidad en un vuelo de avión luego de un viaje en donde todos, según las palabras escritas por Verónica en una libreta en pleno viaje, somos seres transitorios, se prescriben ideas para defenderse de posibles culpas que la historia de una amistad rara, secreta y accidentada les ha conferido. Ideas que cada una de ellas va preparando en el seno de sus miedos para no poner en duda el germen de sus sentimientos hacia la otra. Los iniciales desagrado y enojo de Verónica hacia Rebeca convertidos, luego, en una afectiva compasión en el desenlace de esta imperturbable narración; y las intensas envidia y rabia de Rebeca hacia Verónica, a pesar de su notable comodidad económica, transfiguradas en el reconocimiento posterior de un tormento inútil que la ha llevado, durante mucho tiempo, a calcular con denuedo maneras incontables de perseguir un vacío intento por descargar una venganza tardía.

Las cartas, actualizadas en un tiempo de correos electrónicos, escritas entre una y otra, manifiestan lo que debe decirse cuando la presencia física impide u omite al estar cerca del otro. Una página en blanco, siempre está dispuesta a recibir lo que la voz tiende a prescindir. La sinceridad del perdón y hasta la crudeza del arrepentimiento están registradas en esos mensajes que tratan de darle tregua a su irascible relación.

Alonso Cueto es un escritor de brillo contemporáneo. Su actividad literaria confundida entre la docencia y su prolífica producción narrativa le ha granjeado, últimamente, grandes y merecidas satisfacciones de sus lectores, quienes acuden a su obra para acercarse a esas historias de espejo, marcadas por una penetrante similitud a los acontecimientos urbanos de las que todos formamos parte, en sus lados más oscuros: cuando se habla a media voz, cuando se transgreden las normas pacíficas y paralizantes de la convivencia civilizada o cuando se impone la apariencia o la falsa postura en un clima de prejuicios y se opta, a veces sin mucho escándalo, por la subrepticia escabrosidad. Ya su prestigio y talento han dado un paso importante para un mayor reconocimiento. La ciudad es para Alonso, lo que los espejos eran para Borges, la vejez para Sábato y el caserío para García Márquez, una presencia constante, un fetiche inesquivo. Sin embargo, sus historias se van abriendo paso por encima de ese cielo gris de Lima, otra persistencia melancólica de sus novelas, y el embeleso que animan sus enredos alcanza para mostrarnos lo aplastante que puede llegar a ser la enormidad de los susurros citadinos, callejeros.


Arequipa, 10 de febrero de 2008

jueves, 10 de enero de 2008

"Porque leerlo es una fiesta..."


TIERNO E INCISIVO

Jorge Luis Ortiz Delgado

Escrita en 1926, Fiesta de Ernest Hemingway es la inobjetable razón del placer literario por lo lacónico en la narrativa. No hay lirismo en sus descripciones. La novela se despliega sobre una sábana de hechos en donde el lector puede soñar complejas aventuras bajo el calor de simples palabras. Mario Vargas Llosa dijo alguna vez que la novela resulta siempre de una experiencia sedimentada y profunda de la vida, una experiencia que se adquiere viviendo y sobre todo, leyendo; pues el testimonio que da Hemingway en esta novela -de la vivencia convertida en ilusión- refleja una de las mayores virtudes que un hombre lanzado a los desafíos y al riesgo constante puede crear al trasponer los límites de sus propios recuerdos para comunicar con inmensa credulidad historias que sugieren deseos feroces por vivir destempladamente la vida. Por eso sus personajes conceden siempre la sospecha de revivir en cada uno de sus vicios y cualidades los anhelos de un escritor resuelto, decidido, para lo que significó un Hemingway inquieto e inagotable como lo conocemos.

Hemingway recibió la noticia de la concesión del Premio Nobel de Literatura en el mismo lugar que sirvió de ambiente para narrar los sucesos centrales de su novela: Pamplona; centro de las corridas de toros y faenas de muerte, donde un grupo de jóvenes habituados a las charlas en cafés parisinos decide trasladarse a España para presenciar festines diferentes, quizá más primitivos pero menos sombríos que los de Francia de la posguerra. Un periodista norteamericano herido de guerra y con disfunciones sexuales, un novelista inseguro y sentimental, una bella, oportunista y por momentos juiciosa joven, un arruinado escocés resignado al consuelo del alcohol, un escritor irónico y amigable y, durante buena parte de la historia, un torero gallardo, joven y valiente vienen trazando –a lo largo de la historia– vínculos de amistad y desafección que convierten aquel viaje en el gatillo que dispara contra la imagen parcial que cada uno tiene de sus impotencias y soledades disfrazadas de logros espurios y dolorosas expectativas.

Existe en las obras de Hemingway una conmovedora y denunciante evocación de los sucesos que dejaron los mortales episodios de las dos Guerras Mundiales, además de su participación en la Guerra Civil española que puso en vilo su propia vida. De estos hechos y del desencanto de las causas libradas en sangrientos conflictos la novela Adiós a las armas puede dar cuenta, con grandiosa consistencia, su prosa directa, enriquecida de acontecimientos puros y emociones habitadas de personajes. El idilio entre un encargado de ambulancia norteamericano y una enfermera inglesa en medio de la I Guerra Mundial es el centro sobre el que Hemingway desborda todo su talento para escribir sobre absurdos optimismos frente a fuerzas que dictan con total injusticia los destinos de las personas cuando órdenes superiores como la patria, el ejército y los evanescentes e imprecisos honores ponen al hombre como carne de cañón de sus veleidosos principios.

Confieso que luego de la lectura que hice de El viejo y el mar hace poco más de cinco años pareció bastarme para comprender la admiración que el estilo literario de este gran escritor podía generar, que tal vez, en mi desconocimiento, ninguna otra obra suya podría igualar, y, que guiado por una arbitraria antología de célebres escritores y otros académicos que colocaba a esta novela como la más encumbrada de Hemingway, habían argumentos suficientes para desatender el resto de su obra. Pero he descubierto que la maravilla del relato no se ha detenido con El viejo y el mar, que los impulsos feroces por contar historias y narrar todo tipo de acontecimiento (porque cualquier tema es materia prima para la Literatura) después de leer alguna novela de Hemingway es inacabable, indescriptible, es una invitación súbita para conversar con el lector a través de páginas nutridas con diálogos caseros, sentimentales y hasta plañideros dentro de ambientes de tensión constante e impredecibles.

El amor nace o termina en tiempos de guerra, la esperanza se esfuma sin distinciones de tregua. Es aquella situación lastimera que llega con el silencio de los escombros la que predomina en el sentir de cada protagonista de sus historias. Ese desengañado intento por reconstruir sus vidas personales luego de la debacle. La falta de libertad, la necedad sobre las consecuencias previsibles, el error humano cabalgando sobre los rezagos de la fe (una fe desde y sobre lo humano), todo acentuando la ironía vital y artística que Ernest Hemingway todavía me tiene que mostrar. Porque leerlo es una fiesta (aunque todavía me falte París era una fiesta), porque leer es una forma de amar insobornablemente, porque escribiéndome, la manera de removerme los sentidos, de quererme bien. Y Hemingway escribe para mí, tierno e incisivo.


Arequipa, 05 de enero de 2008