viernes, 5 de junio de 2009

Se confundieron y dispersaron las lenguas.


LO DE BABEL ERA UNA MALDICIÓN[1] 

Jorge Luis Ortiz Delgado 

Es difícil tener una opinión encontrada con la de Pepi Patrón. Los argumentos y la practicidad con que son expuestos distintos temas, generalmente de coyuntura nacional, abordados en su columna semanal o en conferencias universitarias relucen, precisamente, por la falta de opacidad que sus llamados éticos contra la exclusión y, en consecuencia, la desigualdad transmiten persistentemente. 

Por otra parte, en el mar democrático de ideas el concepto básico y necesario del disenso me plantea una discusión cuando descubro en uno de sus recientes artículos[2] algo que, en voz de sociólogos o antropólogos, se ha vuelto casi canto tratadista de  autoridad cultural: la defensa de la identidad cultural. No se trata de un artículo sobre el multiculturalismo o la diversidad, en principio, sino sobre los escollos que la desigualdad económica originada por la histórica podredura política de un país como el Perú han debido sortear cientos de comunidades nativas o rurales para acceder a servicios fundamentales como la educación. Observaciones irrefutables, por supuesto. 

Sin embargo, no deja de ser curioso un desasosiego que la columnista expresa en la descripción de un caso que denota, eso sí, una dificultad en el proceso de interculturalidad o integración. En vista de las actitudes discriminatorias que persisten, dice Patrón, (una estudiante universitaria quechuahablante) contaba sus dificultades cuando, siendo niña, su madre quechuahablante la castigaba si hablaba en quechua (¡su propia lengua materna!), pues sin duda, continúa la columnista, con la mejor intención del mundo le decía a su hija que si seguía hablando quechua tendría un mal español y eso sólo redundaría en su fracaso escolar y en la imposibilidad de seguir estudiando. Luego de invocar a la imaginación del lector sobre el sufrimiento que este proceso de adaptación pudo haber producido en casos como el de esta estudiante, Pepi Patrón llega casi al final de su opinión diciendo que ahora y a costa de grandes esfuerzos (estudiantes como ésta) luchan por afirmar orgullosamente su propia identidad cultural. 

Sucede, para empezar, que nadie que se sienta involucrado en el pacto social de la convivencia podría ratificar la imposición con métodos violentos (con castigos físicos, amenazas o agresiones psicológicas) de algunas voluntades sobre otras. Esa es la idea de convivir en una democracia inagotable en conflictos: gestionarlos con pacifismo. Una madre augurando a su hija un porvenir estropeado por el uso de una lengua (su lengua materna) raya más con el desatino y la falta de pulso maternal que con el autoritarismo familiar. Además, la misma autora de la nota afirma que esta advertencia, tal y como ha sido contada, entrañaba la mejor de las intenciones. En ese contexto, no hay lugar para la duda. Ahora bien, tal vez ese proceso de adaptación a una vida universitaria o a una actividad profesional ulterior conlleve a que la propia lengua materna se vaya diluyendo en el túnel del tiempo de cada historia personal como la del ejemplo, hasta convertirse en cristalino recuerdo de la infancia y sin mayor utilidad que el que la nostalgia le pudiera dar. 

Por eso, convencerse que, entre otros aspectos, el orgullo de la afirmación sobre la propia identidad cultural pasa por la conservación de algunas lenguas minoritarias como señal de defensa de la riqueza cultural de un país, sí me parece un despropósito.  Porque manipular el tema de la diversidad cultural como análogo a la preservación de la biodiversidad vuelve el asunto además de incompatible algo malicioso. La existencia de esta biodiversidad (la que reúne la naturaleza entre especies animales o vegetales) implica reconocer la presencia de colonias, nuevamente animales o vegetales, destructivas para subsistir. Algo que entre humanos, a pesar de los actos inhumanos que se ven casi a diario en los noticieros, no consentimos como expresión de nuestra riqueza cultural. Y es que la mencionada riqueza no está definida por nuestra diversidad, es decir, no por ser saharauis del desierto, angloparlantes, indios mapuches o nativos de alguna comunidad siberiana, sino por las prácticas que como unidades morales que somos hemos aceptado seguir. Por tanto, la existencia de lenguas dispersas en la selva, rodeando la cordillera u ocultas detrás de algunas palmeras mediterráneas es sólo eso, una entre tantas otras características de las sociedades humanas, tendientes, en incontables casos, a mutar de acuerdo a la progresión de cierta uniformidad alentada, ahora más que nunca, por la globalización. 

A propósito, palabras como la que termina el párrafo precedente han ocasionado alarmas y advertencias apocalípticas, sobre todo en asociaciones indígenas (bastante occidentalizadas, claro está), ya que ven a la vuelta de la esquina la amenaza de la masificación homogeneizadora planetaria. Ante ello, han procurado, y desde distintos flancos, tomar las medidas necesarias de conservación cultural. Pero lo que no se ha llegado a comprender es que las sociedades actuales más amplias, fruto de decenas de culturas anteriores, no son sólo más homogéneas, sino más complejas, más ricas en roles, estatus y contextos de elección para sus habitantes[3]. Por eso, es que las democracias son más conflictivas, porque éstas han sustituido a los sistemas teocráticos, inflexibles y sin opciones para la incredulidad o la herejía. 

En efecto, la diferencia cultural no sólo evoluciona desde la diversidad hacia la homogeneidad, sino, como está visto, desde la simplicidad hacia la complejidad. Desde que esas diversidades entraron en contacto hace miles de años la cantidad de lenguas habladas sobre el orbe se han ido reduciendo sustancialmente[4]. No hay que descartar la visión romántica, tanto como movimiento intelectual como propaganda mediática, que reivindica la necesidad de la diferencia y la activación de mecanismos artificiales para su preservación. Me pregunto, ¿cuál es el bien social de difundir y preservar lenguas minoritarias y casi extinguidas?, ¿cuál es el sentido de preservar el castigo por levantar, desafiantes, la torre de Babel?, ¿perdemos nuestra riqueza cultural o parte de ella al volver impracticable una lengua? Sí responderán algunos, porque con la desaparición de una lengua se va también una concepción del mundo, añadirán. Como si al estudiar la historia no nos hubiéramos topado con el testimonio de insignes pensadores de tiempos remotos para conocer dichas concepciones. 

Si las diferencias fueran un bien en sí, antes que reconocer su capacidad para transformarse, habría que aceptar las culturas tan cual son. Pero ésta es una quimera. No habría que aceptar nada porque son ellas mismas las que trascienden (prefiero, por eso, hablar de identidades culturales que de identidad unívoca e inmutable), amputándose algo, complementándose con otras, o simplemente retocándose. Otra vez, su valor no es el de su existencia per se, sino el de que valgan a la persona o comunidad que las utiliza. 

De ahí el cuestionamiento al tono lastimero que derrocha Pepi Patrón al comentar el sufrimiento con que miles de estudiantes, quechuahablantes en este caso, enfrentan su integración al mundo cruel de la mayoría lingüística, abandonando resignadamente el uso de su lengua materna. Aunque este fenómeno de integración cultural parezca el aciago destino de una era en la que todos nos dirigimos hacia la uniformidad, olvidamos que empujados por las exigencias de la modernidad (de innegable competitividad creciente), y lo que viene después de ella, hemos sido y seremos capaces de someter a crítica nuestros rasgos culturales, los hemos modificado y seguiremos haciéndolo, y rechazaremos, con mucha esperanza, –como así ha sido– lo que nos queda aún de bárbaros. La diversidad, como mera existencia, ha servido, en todo caso, para comprobar que podemos convertirnos en seres que buscan, pertinazmente, circunstancias favorables para nuestro desarrollo. Muestra de esto son los encomiables esfuerzos que jóvenes universitarios como éstos despliegan para acceder a una educación de mejor calidad que la que les hubiera deparado una en la precariedad de oportunidades que les ofrecía su lengua. Esto no contradice el espíritu de denuncia del citado artículo respecto de la displicencia estatal en sectores menos favorecidos como en los Andes peruanos. 

No se trata de añorar o codiciar una lengua común para toda la humanidad (sería estupendo que a ninguno nos faltaran palabras elocuentes ante ningún semejante en ninguna parte del mundo, dice Savater[5]), sino de no padecer consecuencias dolorosas y excluyentes que nos alejen tanto del conocimiento como de la misma interacción cotidiana por hablar una que nos ofrece más desventajas sociales que razones de vanidad cultural.

 

Arequipa, 05 de junio de 2009 


[1] El título se desprende de una frase de David Urquiza publicada en El País el 02 de enero de 2009, Madrid, en el artículo La insoportable levedad del txistu. El texto reza: (…) Lo de Babel era una maldición, pero ahora priorizamos segundas lenguas regionales creyéndolas más “propias” cuanto más características, minoritarias, excluyentes. (…)

[2] Patrón, Pepi. Cuestión de oportunidades. Revista Domingo del diario La República, 24 de mayo de 2009, Lima. Pág 13.

[3] Ruiz Soroa, José María. Diversidad cultural y Democracia liberal. Claves de Razón Práctica. N°152.  Madrid. Pág 41.

[4] Hace 10.000 años se hablaban en la tierra unas 12.000 lenguas, hoy quedan menos de 6.000 y siguen desapareciendo muchas con mayor rapidez. Ibídem. Pág 41.

[5] Savater, Fernando. Lamento por Babel. El País. 26 de mayo de 2009. Madrid. 

* Imagen extraída de http://philosophy.wlu.edu/gregoryp/images/Torre_de_Babel2.jpg

lunes, 1 de junio de 2009

No estarás sola


Una oda a la lealtad, un pacto de perseverancia y un canto se abre en medio de la turbulencia. 
De Ismael Serrano...

No estarás sola,

vendrán a buscarte batallones de soldados

que a tu guerrilla de paz se han enrolado.

Y yo en primera fila de combate

abriendo trincheras

para protegernos, mi guerrillera.

 

No estarás sola,

te saludarán a tu paso en mil idiomas, con mil lenguajes,

la gente a la que despertaste en cada viaje,

los que dormían en las calles,

a los que preguntaste,

por su esperanza, por su desastre.

 

No habrá distancias

que no cubra cualquier hombre que te busque.

No habrá rincón en que tu nombre no se pronuncie.

No habrá misterio o duda en que tu presencia no luzca,

faro solidario en ausencia de paz,

en tiempos difíciles Estrella Polar.

 

Sola nunca, nunca estarás.

 

No estarás sola,

siempre habrá quien se parta en dos en cada despedida,

quien te de aliento cuando te des por vencida.

Tu revolución llenará sonrisas,

yo la incorporé a mis aperos

de trabajo, a mi vida.

 

Clava hoy tus raíces en mí.

Quién pudiera retenerte en Madrid.

Visitaremos lugares a los que hemos

ido antes juntos,

antes de conocerte,

antes de encontrarte.

 

No estarás sola,

siempre habrá quien te ayude a hacer las mudanzas,

quien te regale manos flores presencias sin pedir nada.

Y allí estaré para amarte,

y aunque no esté,

allí estaré para amarte.

 

No estarás sola.

No, no estarás sola.

No estarás sola.